Directores de Orquesta Karajan (Helena Matheopoulos)

Para discusiones musicales generales.
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Directores de Orquesta Karajan (Helena Matheopoulos)

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Herbert von Karajan:
El maestro.

El maestro ya no busca, encuentra. Como artista, es el hombre hierático.
Como hombre, el artista es el interior de cuyo corazón, en la acción y la inacción,
en el trabajo y en la espera, en el ser y el no ser, el Buda observa.
El Hombre, el arte, el trabajo son todo uno.
El arte del trabajo interior, que, a diferencia del exterior, no abandona al artista,
que no “hace”, sino que sólo puede “ser”, se eleva desde las profundidades
que el día desconoce.
(Eugen Herrigel, zen en el arte del tiro con arco )

1 El Hombre
Todavía no he conocido a ningún ser humano de este planeta tan incomprendido y cuya figura se haya tergiversado en vida suya tanto como la de Herbert von Karajan. Nadie discutió la calidad de su obra, que siempre osciló entre la excelencia y lo excepcional. Aún así, a muchos les molestaba y envidiaban el hecho de que, en su caso, la extraordinaria calidad fuera acompañada de abrumadores éxitos de ventas, de un inmenso poder y una independencia artística global, dos cosas----estas últimas----- únicas en la historia de la dirección orquestal.
Al mismo tiempo, su gran carisma personal, su estilo y su pasión por las novedades tecnológicas de su momento, por las máquinas y los aparatos, cautivaban y excitaban la imaginación no sólo de los melómanos, sino del público en general. Karajan era una superestrella para unos y otros. Lo trataban con todos los honores allá donde iba, vendía más discos que ningún otro director, era objeto permanente de reportajes en las revistas, siempre fotografiado a los mandos de su avión privado, al volante de sus coches deportivos, al timón de su yate de competición ( sus juguetes, ni más, ni menos).
Pero todo tenía un precio. Durante toda su dilatada carrera lo persiguió una plétora de tópicos estúpidos, rumores y medias verdades que tenían poco que ver con la realidad, su realidad como artista y como hombre. Al principio se sintió muy molesto por todo ello, y en una ocasión “casi llegué a caer en estado de shock”, confesó en una entrevista a la televisión austriaca. Pero aprendió a ignorarlo, principalmente replegándose más sobre sí mismo.
El único director aparte de Karajan que ha dejado una impronta tan profunda y trascendental en la interpretación de la música fue Toscanini, que casualmente fue el ídolo musical de Karajan. Pero su contribución ha consistido en cambiar el modo en que el público se acerca a la obra musical, insistiendo en la absoluta fidelidad a las intenciones del compositor y eliminando todas las malas costumbres acumuladas durante años disfrazadas de “tradicción”. Además, Karajan influyó directamente sobre el arte de la dirección orquestal en sí mismo. No explicaré aquí el carácter de ésta influencia, porque él mismo se encarga de hacerlo en el apartado 2 de este capítulo.
Una característica fundamental de Karajan, tanto en el terreno personal como artístico, era su feroz independencia y su incapacidad para comprometer o plegar su voluntad a la de otras personas.
De hecho, el motivo primordial y el objetivo del llamado “ imperio Karajan “, integrado por la Filarmónica de Berlín, el Festival de Pascua de Salzburgo, los Festivales de Pentecostés y de verano de Salzburgo, películas, cintas de vídeo, la Fundación Karajan y sus grabaciones, elementos todos sobre los que ejercía un control absoluto, no eran el poder o la avaricia, sino el deseo y la necesidad total de una independencia de las personas y las institucciones, una independencia que se ganó a pulso después de haber sufrido durante mucho tiempo a manos de unas y otras, y tras un comienzo con muchas menos ventajas que la mayoría de los jóvenes directores de hoy.
Como persona me pareció agradabilísimo desde el primer momento, radicalmente distinto, infinitamente más complejo de lo que sugería su imagen pública; un temperamento lleno de contradicciones que, pese a sus prodigiosas dotes de gestión y su visión para los negocios, siguió siendo un artista hasta la médula. Un hombre que, como el Werther de Goethe, fue muy valorado por su talento y su comprensión, pero que tenía en su corazón----algo que nunca se resaltó----la verdadera fuente de su grandeza. En vez de un hombre gélido, distante, acerado y típicamente germánico, por citar alguno de los adjetivos con que se los describió durante años, encontré a un hombre cálido, muy espontáneo, bastante tímido y solitario que contaba con pocos amigos, a los que dispensaba una lealtad excepcional; alguien que apenas acudía a acontecimientos oficiales relacionados con su trabajo----muchas para el tópico del “ maestro de la jet set “----y que prefería discutir con una o dos personas, siempre con una conversación fascinante; una persona despistada, un caso perdido para las fechas y los números----sus amigos dudaban de que pudiera recordar siquiera su propio número de teléfono----- y siempre algo impuntual; un hombre con gran sentido del humor al que le encantaba reír, muy receptivo y dispuesto a trabajar con personas capaces de crear un ambiente relajado y amistoso que le aliviara de la tensión de la concentración del podio.
Como cabría esperar de alguien con orígenes griegos, austríacos y eslovenos, Karajan era inteligente, ingenioso, polifacético y tremendamente individualista. En una ocasión bromeó diciendo que “ los Balcanes empiezan en Salzburgo, y yo nací en Salzburgo”, bromas aparte, su ascendencia probablemente tuviera que ver con la originalidad y la tenacidad audaz y rebelde con las que se empeñó en conseguir sus propósitos, doblegando el sistema a su voluntad en lugar de que
sus objetivos se plegaran al sistema. De hecho, el rasgo remotamente “ germánico “ de Karajan fue la extraordinaria disciplina y regularidad que gobernaba su rutina diaria.
Solía levantarse a la seis, realizaba ejercicios de yoga alrededor de una hora, nadaba----tenía piscina
en sus casas de Saint Moritz, Saint Tropez y Salzburgo, así como en los hoteles donde se alojaba----y desayunaba copiosamente. A continuación trabajaba en los ensayos, sesiones de grabación----a mitad de las cuales solía protestar porque le entraba hambre-----o en sus obras hasta la hora del almuerzo, tras el cual dormía la siesta y trabajaba de nuevo hasta la noche. Al final del día le gustaba pasear, preferiblemente por el campo, porque ni vivía en la ciudad ni le agradaba. Comía y bebía con moderación, en general alimentos cocinados con sencillez y un poco de vino, y de vez en cuando fumaba algún cigarrillo.
No obstante, le costó mucho conseguir esa disciplina que se impuso como su independencia artística, que buscó más que nada como un antídoto realmente necesario contra su naturaleza extremadamente inquieta, muy tensa y polifacética, carente de disciplina mental en su juventud.
Su proverbial autocontrol y su envidiable capacidad de concentración fueron el resultado de la larga batalla que libró contra sí mismo. El descubrimiento del yoga siendo Kapellmeister en Aquisgrán le ayudó en gran medida, así como el budismo zen, que profesó durante casi cuarenta años, y que influyó profundamente no sólo en sus planteamientos sobre la dirección orquestal y las orquestas, sino también en sus objetivos fundamentales como intérprete musical: la fusión, a través de la pérdida del ser, del compositor, del director y de la orquesta en un Uno, y en la ferviente creencia del poder sanador de la música.
Ni que decir tiene que nadie podría haber alcanzado esas cimas, ya sea el éxito mundano o la realización artística y el autocontrol interior, sin tener una férrea, indomable fuerza de voluntad. La voluntad de Karajan, pareja a su ferviente, obsesivo y conmovedor entusiasmo por todo lo que hacía
o quería era inquebrantable y difícil de resistir; tan difícil como inútil. En primer lugar, porque era imposible interponerse entre sus deseos-----si no los conseguía del derecho, lo conseguía del revés---, y en segundo lugar porque lo quería todo con tanta intensidad, y lo razonaba con unos argumentos tan convincentes, y su encanto-----cuando quería desplegarlo----era tan mágico que, antes que decepcionar a una persona tan singular, uno prefería darle la razón la mayoría de las veces. Después de conocer a Karajan y de haberlo visto trabajar, comprendí algo que José Carreras había afirmado meses antes, y que en aquel momento me pareció una debilidad. Cuando le preguntaron por qué había aceptado el papel de Radamés, un personaje que solían interpretar voces mucho mayores que la suya, Carreras respondió: “ Porque Karajan me lo pidió “, y tiene tal poder de persuasión que si mañana me pidiera que interpretara a Micaela, ¡ probablemente lo haría! “. Sin embargo, a pesar de su férrea voluntad y su determinación, Karajan también podía ser indeciso y aplazar las cosas hasta el último momento, pero sólo con respecto a los asuntos que no deseaba desesperada e inmediatamente, que postergaba indefinidamente.
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Sinfonía nº 5 de Beethoven
Primer Movimiento.

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Otra cualidad característica de este hombre endemoniadamente inteligente era su curiosidad insaciable. Aprender era tan vital para él como el aire y la música. Solía contar que las razones que lo empujaron a aprender a volar no tuvieron nada que ver con el lujo o la necesidad----los viajes que hizo en los últimos veinte años de su vida podría haberlos hecho en vuelos comerciales----, sino la excitación de controlar y planear algo minuto a minuto y estar preparado ante cualquier contingencia.. A veces se pasaba las tardes planificando el vuelo del día siguiente: la altura a la que iba a volar, cómo evitar las corrientes de aire, etc.. “ Odio que me superen los acontecimientos que no comprendo o para los que no estoy preparado “, declaró en una ocasión al The Sunday Times. Pero, como un recordatorio de que no puede confinarse a un gran talento en sus propias palabras, dijo en una ocasión a una revista francesa, si bien en un contexto diferente, “ me gusta lo que puede asombrarme.....soñemos con todo eso que no podemos prever “.
Su curiosidad lo había llevado muy lejos : a un hospital en China, durante una gira por el país con la Filarmónica de Berlín, para presenciar una operación en que el paciente iba a ser anestesiado mediante presión y masaje de determinados puntos de sus pies ; a fábricas de material electrónico en busca de lo último en cámaras ; a conectarse electrodos mientras dirigía Siegfied para medir los cambios de su pulso y presión sanguínea en varios momentos de la representación, además de innumerables aventuras a lo largo de lo años. No es de extrañar que no le atrajeran los libros de ficción, “ porque son para gente sin imaginación ; yo he vivido la ficción con mucha más intensidad “, y que sin embargo devorara los libros sobre desarrollo científico, artístico y filosófico del cerebro humano ( además de los cientos de manuales técnicos que lo mantenían informado de los avances en los campos que le interesaban.)
¿ Tenía un gran ego? Sí. No era falsamente modesto, y era plenamente consciente de sus logros. Pero era un ego que sometía consciente y voluntariamente a la ocupación de su vida: la música. “Nací para que nadie me mandara, pero también puedo ser obediente.” La vanidad y el narcisismo de que solía acusársele se limitaban a su estilo personal, atildado pero informal, de vestir, muy adecuado a su aspecto esbelto y a su innata elegancia, gracias a la cual fue proclamado en una ocasión el hombre mejor vestido de Viena ( el “estilo Karajan” se definía por los suéteres de cuello vuelto anudados a los hombros, calcetines de colores y los relojes mirando hacia dentro). Por lo demás, despreciaba el halago, y sólo cuando veía o sentía que algunas de sus interpretaciones había sido verdaderamente conmovedora, su rostro mostraba un pasajero gesto de placer. En la intimidad no hacía en absoluto ostentación de su importancia pública, y solía sentirse inquieto y sorprendido cuando lo reconocían en lugares públicos.
A diferencia de todos los directores que he conocido, nunca aguardó entre bambalinas a recibir las felicitaciones y los apretones de manos tras un concierto, fueran sinceros o no. Antes de que se apagaran los aplausos su chófer lo esperaba abrigo en mano, y cuando el público empezaba a abandonar el teatro el ya estaba en camino del hotel. Muy chic. En realidad, todo en él era chic. Tanto en la vida como en la música, era incapaz de algo vulgar.
Esa fue una de las razones por las que apenas se le escuchó quejarse sobre sus dos graves enfermedades------relacionadas con dos discos desplazados que se alojaron en la médula espinal y en las terminaciones nerviosas-----o sobre el casi constante dolor que sufrió los últimos veinte años de su vida. Durante mucho tiempo tuvieron que ponerle inyecciones analgésicas incluso en los intermedios de los conciertos. La primera operación a la que se sometió y que duró ocho horas lo salvó por poco de una parálisis total y lo tuvo siete semanas internado en el hospital, durante las que hizo balance de su vida. Y la experiencia no sólo le sirvió para volver a sumergirse de lleno en sus actividades tras unos pocos meses, a pesar del persistente dolor y la incomodidad, sino que lo transformó en un “hombre nuevo” capaz de saborear los más sencillos placeres de la vida más feliz y conscientemente.
En 1978 cayó desplomado del podio de la Filarmónica de Berlín, se aplastó varios nervios y tuvo que aprender de nuevo a caminar erguido. Ya no pudo volver a esquiar, a tocar el piano en buenas condiciones ni hacer muchas cosas-----como submanirismo y alpinismo---- que le gustaba hacer
y hacía tan bien que habría podido ganarse la vida enseñando cualquiera de ellas. Si embargo, a parte de un comentario de pasada que hizo en Der Spiegel sobre lo bien que entendía entoces el Libro de Job , nunca se le oyó queja alguna. Siguió haciendo música sin que, sorprendentemente, le afectaran todas esas noches en vela por causa del dolor. Su orgullo y su dedicación no habrían permitido que las cosas fueran de otro modo. Y no es de extrañar que estas experiencias confirieran mayor profundidad, mayor comprensión y una nueva intensidad----- podríamos decir que casi una sed de música-----a su trabajo.
Es inevitable que un hombre con tanto éxito y poder y al mismo tiempo tan directo y generoso como Karajan sufriera frecuentes decepciones, desilusiones y hasta traiciones. Y al igual que otras muchas personas adelantadas a su tiempo, fue criticado primero e imitado después. Ante todo esto, y ante los malintecionados o simplemente estúpidos ataques personales de la prensa y otros sectores, el permaneció en silencio y siguió trabajando. Creía firmemente que el único arma contra la malicia y la animadversión era el trabajo bien hecho. Pero tal vez sea ésta la razón por la que, aunque no había huella de esnobismo en él, no era amigo del contacto fácil ( sólo unos pocos amigos muy cercanos llegaron a tutearlo); por la que no se molestaba en disipar o en acabar con esa imagen frío, controlador, eficiente e impenetrable que se tenia de él; y también por la que se replegó tanto en sí mismo y en la música, de la que pensaba con razón que lo protegía y revitalizaba.
El periodista francés Jacques Chancel le preguntó si sufría por no poder hacer todo lo que le gustaba, a lo que Karajan contestó que “admitirlo equivaldría a reconocer que duele, y que hay que defenderse de cualquier forma de queja. Debemos guardar celosamente nuestros jardines secretos y dar la impresión de que somos inalcanzables. Espero dar más de lo que se me ha pedido, y si algo me hiriera, cogería mi barca, la acompasaría al ritmo del mar y celebraría la llegada del primer rito :
el silencio”.

El ARTE

¿ Soy “ yo” quien consigue el objetivo, o es el objetivo el que me consigue a mí ? ¿ Es espiritual cuando se ve con los ojos del cuerpo y corpóreo cuando se ve con los ojos del espíritu ? ¿O ambas cosas, o ninguna ? Arco, flecha, objetivo y ego se funden uno en otro hasta hacerse inseparables.
Y hasta desaparece la necesidad de separarlos. Porque en cuanto tomo el arco y disparo, todo se aclara, se vuelve sencillo y absurdamente simple.
EUGEN HERRIGEL, Zen en el arte del tiro con arco.

Conocí a Herbert von Karajan en Berlín en Enero de 1981, y tuve la oportunidad de verlo trabajar durante una semana en la que hubo sesiones de grabación ( las sinfonías Primera y Segunda de Bruckner y los planetas, de Holst), ensayos para un concierto en el que iban a interpretarse Noche transfigurada y la Séptima sinfonía de Beethoven, así como el primer ensayo de la Décima de Shostakóvich para otro concierto.
Fue la interpretación de ésta última sinfonía, que siguió a las grabaciones de Bruckner, la que me hizo pensar que después de veinticinco años de trabajo conjunto, Karajan y la Filarmónica de berlín simplemente comenzaban donde otros terminaban: esta obra difícil y complicada, que no habían interpretado desde la gira que hicieron por Rusia en 1969, aún en vida del compositor, se ensayó sin interrupciones y con sólo una advertencia que Karajan pronunció en un susurro en un pasaje de gran brusquedad rítmica:”Tempo, tempo”. No es de extrañar que hasta él mismo se conmoviera hasta decir “bravo” a los músicos cuando la concluyeron.
Al día siguiente ensayaron Noche Transfigurada, una pieza que a Karajan le agradaba especialmente y que él y la orquesta habían tocado y grabado decenas de veces. Pero le dedicó mucho tiempo, puliendo detalles y refinando una y mil veces el ya transparente sonido de la orquesta; al menos a mí me parecía trasparente, y me atrevería a decir que también a la mayoría de de los que pudieran escucharlo. Pero Karajan se volvió hacia los primeros violines y les pidió que por favor no le dieran ese caldo espeso, y que justo antes de los pizzicatti del violonchelo cerca del final tocaran sin expresividad, hasta que el sonido adquiriera un carácter etéreo y transfigurado. Al final del ensayo la orquesta le aplaudió. Esa misma mañana el público se quedó en silencio y sin aliento cuando concluyó la interpretación, en el mayor cumplido que se le puede dedicar a un músico.
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Décima Sinfonía Shostakóvich-Karajan


Noche transfigurada Schömberg-Karajan
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Tras el intermedio tuvo lugar una de las lecturas más abrasadoras y eléctricas de la Séptima de Beethoven que yo había escuchado en toda mi vida, en directo o en disco. El último movimiento en concreto, que interpretó a toda velocidad pero marcando perfectamente cada nota, “ porque si no la música rápida pierde brillo”, quedará para siempre grabado en mi memoria.
Aquel mismo día quedamos después de su siesta para mantener nuestra primera entrevista. Había dormido “profundamente, porque la sesión había sido agotadora. La Séptima cansa mucho, es una obra tremenda. Tienes que implicarte de lleno”. Dado que sus declaraciones son de gran interés tanto para los melómanos como para otros directores, y teniendo en cuenta que mantener una larga conversación con Karajan era un raro privilegio, he decidido reproducir en éstas páginas la entrevista al completo, con los mínimos cambios necesarios, a la que seguirá una tercera parte en la que se abordarán asuntos más biográficos y aspectos de su obra y logros en contraposición al arte de la dirección como tal.
Nuestra segunda conversación tuvo lugar dos días más tarde, retomada exactamente en el lugar donde la habíamos dejado, así que no he señalado la interrupción para que no afecte al curso de la entrevista. Esta es también la razón de que mis preguntas sólo se incluyan cuando plantean un cambio de tema o un giro en la conversación. Karaján captaba las cosas al vuelo, y a menudo sus respuestas anticipaban mi pregunta y las formulaba casi antes de que hubiera terminado de plantearlas. Era rápido y elocuente----igual que su modo de dirigir: una larga línea ininterrumpida, y de vez en cuando iba de un tema a otro sin terminar las frases cuando se daba cuenta de que yo ya había captado la esencia de su respuesta.
En el breve encuentro que mantuvimos para hablar sobre el libro y organizar un nuevo encuentro para cuando yo hubiera llegado a Berlín, Karaján sólo me pidió una cosa: que como estaba escribiendo un libro sobre los orígenes y la interpretación de la música ( que nunca llegó a terminar ), sobre el arte de la dirección y de la psicología de la orquesta, tratara de hacerle las menos preguntas directas posibles sobre estos temas. Al final fue tan generoso en sus respuestas como en todo lo demás: todo el tiempo y acceso limitado a los ensayos, a las sesiones de grabación, incluida la sala de pruebas, y a todos los ensayos del Festival de Pascua de Salzburgo de 1981.
Ésta es la trascripción de las conversaciones que mantuvimos en Berlín, los días 25 y 27 de enero de 1981:

H.M.: Recuerdo que usted dijo en una ocasión que durante mucho tiempo prefería escuchar lo que
sonaba en su cabeza mientras estaba dirigiendo que lo que realmente estaba sonando. ¿Cuándo fue
esto y cuándo llegó el momento en que los dos sonidos comenzaron a converger y llegar a un punto en que, como en el concierto de hoy, podíamos estar seguros de estar escuchando su imagen mental
del sonido?
H. v. K.: Comenzó cuando empecé a dirigir. Yo estudiaba las lecciones como todo el mundo (en la
Academia de Música de Viena), pero muy pronto empecé a trabajar en un pequeño trabajo donde todo era...--un gruñido expresivo que significa que todo era deprimente----, y claro, en aquella época yo estaba acostumbrado al sonido de la Filarmónica de Viena, al de la Ópera Estatal y al de su coro, y de repente me vi enfrentado a ese sonido, que era...., bueno, era muy distinto. Así que,
como una especie de autodefensa, me forjé en la cabeza un retrato ideal de la música e intenté sincronizarlo con el que escuchaba, porque si hubiera creído en el sonido que escuchaba me habría desanimado un tanto que probablemente habría abandonado.
Poco a poco, y como sabía exactamente lo que quería, esperé para ver si podía conseguir que una orquesta que nunca podría alcanzar una calidad comparable a aquéllas a los que yo estaba acostumbrado mejorara empleando todos los medios a mi disposición ( explicándoles mis ideas y cantándoles para mostrarles la expresividad que yo quería) y sacarle al menos un sonido aceptable, una aproximación a lo que yo tenía en mi cabeza. Naturalmente, escuchar simultáneamente estos dos sonidos diferentes era una tortura. Pero yo tengo una gran imaginación. Puedo oír cualquier cosa cuando me lo propongo. Cómo debería sonar, cómo suena...
Y así, a través de un larguísimo peregrinaje, llegamos al punto en que el concierto que escuché superaba cualquier cosa que hubiera imaginado. De verdad. Fue más allá de mis expectativas, y eso es lo que hace grande a esta orquesta [la Filarmónica de Berlín] y a la Filarmónica de Viena: que te dan lo que quieres, pero también te dan algo más, y eso te revitaliza por completo. Si no fuera así, nos veríamos en la situación en que todo suena bien, pero nada más. Esto me ocurrió una vez en toda mi carrera; la orquesta sonaba bien, y los músicos dijeron “hacemos todo lo que podemos”, y así fue, pero a mí se me acabó la imaginación. Tuve que dejarlo porque temí quedarme vacío.
Esto forma parte del misterio de las orquestas ¿Cuándo llega ese momento en que una orquesta pasa de ser una masa de más de cien personas a convertirse en una persona con un carácter marcado? ¿Dónde reside esa especie de fusión, qué pasa realmente, y como? En la naturaleza observamos que de repente llega una bandada de pájaros y todos comienzan a hacer movimientos muy controlados y armoniosos, pero nadie se pregunta qué los incita a ello. Lo hacen por una suerte de sentimiento de pertenencia al grupo, y eso siempre será un misterio. No puede explicarse, pero existe.
Lo mismo ocurre con las orquestas. Cuando están inspiradas, de repente ocurre algo inesperado. Tal vez porque se hayan preparado minuciosamente los detalles y la letra de la partitura, y yo creo, como afirman muchas escuelas de yoga y budismo zen, que una vez que un pensamiento bien articulado y concentrado en nuestro cerebro se echa a rodar, queda fijado para siempre. Y ese pensamiento vuelve de nuevo a la vida si nos acercamos a él con mucho cuidado. Éstos son momentos extraordinarios de nuestra vida ; los esperamos, nos preparamos para su llegada, pero no podemos llamarlos como llamamos a un camarero. Ocurre.... y ésa es la belleza del momento.
H. M.: Es uno de los muchos misterios de la dirección orquestal, que es un arte profundamente religioso, ¿no le parece? Sobre todo esa fusión, esa unión de identidades: usted, la orquesta, la imaginación del compositor....
H. v. K.: Sí, es un misterio apenas explicable. Pero, naturalmente, primero hay que asegurarse de ser absolutamente libre. Ésa es la razón por la que durante mucho tiempo dirigí todo lo que caía en mis manos. No me avergonzaba hacer operetas, u ópera ligera, por ejemplo, porque me decía a mí mismo que lo primero era conseguir que las manos se movieran automáticamente, sin pensar, tenerlo todo controlado. Entoces es cuando puedes ser libre, tu mente puede concentrarse en la música, en vez de hacer lo que mucha gente hace: dirigir no música, sino notas y barras de separación de los compases, sobre todo las barras.
H.M.: ¿Cuándo fue la primera vez que sintió “algo más” con aquella orquesta, y cuándo la escuchó
por primera vez tocar esa imagen mental que usted se había forjado?
H. v. K.: Hace mucho tiempo, cuando los dirigí por primera vez en 1938 después de mi actuación en la Ópera Estatal de Viena. Desde el primer momento, desde el primer ensayo, supe que eso era lo
que quería hacer en mi vida, lo que debería tener y con lo que soñaría los próximos quince años de mi vida. Y cuando me nombraron su director en 1955, fue como si detrás de mí hubieran levantado una pared firme, en la que yo podía apoyarme. Lo sentía así. Por eso les dije que no podía discutir un contrato de dos, tres, cinco o equis años. Estaba seguro de que podía dar a la orquesta todo lo que yo tenía, y no podía depender de que alguien llegara y decidiera que no le gustaba mi nariz, o cosas así. Sería como un auténtico matrimonio: para toda la vida.
Pero, aunque me di cuenta inmediatamente de las posibilidades de la orquesta, que se reflejan bien en nuestras primeras grabaciones, realizadas durante la gira americana de 1955, el camino que hemos recorrido desde entoces hasta lo que ha escuchado hoy ha sido muy largo. Una de las cosas fascinantes de nuestra profesión es que al principio tratas de comprender el modo en que la música
evoluciona, sin estar realmente seguro del resultado. Pero después de interpretar estas sinfonías sesenta, setenta veces, sabes que la música está allí, que no tienes que preocuparte del resultado. Y eso te ahorra una inmensa cantidad de esfuerzo que de otro modo se gastaría en, cómo decirlo, el empeño de llegar desde que lo tienes de verdad a lo que habías imaginado. Esta disparidad no sólo la encuentras de la dirección, sino en otras manifestaciones artísticas. Y normalmente se expresa a través del esfuerzo del director. Toscanini, por ejemplo, solía cantar toda la obra, pero una nota más abajo, como yo mismo pude comprobar en sus ensayos. Y lo hacía porque pensaba que en esos pasajes no sentía el apoyo que le habría gustado tener, apoyo en el sentido de un aeroplano al que las alas prestan apoyo. Furtwängler siempre respiraba muy pesadamente, y a otros directores les daban calambres en los brazos. Todo esto ocurre porque se desea más de lo que la orquesta nos está dando.
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Sinfonía nº 7 op. 92
Segundo movimiento
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Una de mis principales preocupaciones era librarme de este esfuerzo, de este gasto de energía innecesario. Y el único modo de lograrlo es ensayar con tu orquesta hasta que forman una unidad contigo. Ellos te llevan, en vez de llevarlos tú a ellos. El compás,la técnica, ¡Bach, eso me importa un comino! Lo importante es que tu no lleves a la orquesta. Y lo que me hizo pensar en ello fue una experiencia análoga que tuve hace muchos años, cuando tomé clases de equitación en Aquisgrán. Un día me dijeron que íbamos a saltar una barrera por primera vez. Yo me encontraba bien; no tenía miedo, pero estaba estupefacto, y pregunté como diantres iba yo a hacer saltar una valla a esa cosa enorme. El profesor se rió y me respondió: “Tú no llevarás al caballo, el caballo te llevará a tí. Colócalo en la posición correcta para que pueda hacerlo de modo natural y él irá por sí mismo, tú ni siquiera te darás cuenta”.
Con las orquestas ocurre algo muy parecido. Hay que dejarlas a su aire. Hay un dicho latino que me parece especialmente acertado: quieta non movere. ¿Y por qué? Las orquestas, al igual que los aeroplanos, se mueven por sí solas. Hasta que logras aprender esto, siempre hay algo en ti que te empuja a hacer constantemente, cosa que no tiene sentido. El verdadero arte de la dirección es darse cuenta de que la música llega tácitamente, sin que la llames. Pero se tarda tiempo en aprenderlo y en aceptarlo, y uno se hace viejo antes de que ocurra. No lo logras en tu juventud, porque siempre estas tratando de hacerlo lo mejor posible, quieres estar inmerso en la música y no te permites el lujo de interferir sólo cuando se te necesita, en lugares donde hay resistencia.
Porque, en esencia, antes de ponerte a hacer música tienes que mover algo. Debes partir del reposo. Naturalmente, tienes que vencer una resistencia, la misma que ofrece un coche cuando tratas de empujarlo. Gieseking me contó en una ocasión cómo esa resistencia se había transformado en inercia entre sus dedos, y también sabemos que Miguel Angel comenzaba a esculpir casi con odio, porque sentía que el mármol se resistía a sus esfuerzos por expresar su visión. La orquesta es mi compañera, y cada vez que me pongo a hacer música, esa inercia me hace daño exactamente del mismo modo. Sólo después de haber tocado muchas veces las mismas obras te das cuenta de lo que
se precisa de ti para vencer esa resistencia.
Por lo demás, alteras ese reposo, y cuando mueves la música, lo que debería ser un piano se transforma en un mezzopiano, y un mezzopiano se transforma en forte, porque el movimiento le aporta ese ímpetu añadido. Ésta una de las razones por las que, cuando a veces necesito una determinada clase de sonido, en especial un piano, hago que la orquesta toque una nota durante largo tiempo. De ese modo, su oído se acostumbra al volumen de sonido que quiero. Y siempre funciona, porque así ellos saben a qué atenerse, entienden lo que quiero y se sumergen en ese sonido. Si no lo hiciera así saldría un sonido diferente. (Lo vi hacer esto una y otra vez en determinados pasajes en pianíssimo de Noche Transfigurada, y en secciones de Los Planetas, sobre todo en “Mercurio”, el portador de la guerra”. Y funcionó siempre”.)
H.M.: Saber exactamente dónde se encuentra la resistencia en cada obra explica por qué interfiere tan poco en el curso de la música, y sólo en esos lugares. Usted dijo una vez que esos lugares eran los mismos en las orquestas de todo el mundo, fueran buenas o malas.
H.v. K. : ¡ Siempre! Normalmente hay lugares en los que se produce una especie de cambio o transición. Como un crescendo, por ejemplo. Ahora estoy en contra de marcar un crescendo; no tiene nada que ver conmigo. La orquesta debe saber que llega un crescendo, y dónde se encuentra ella dentro de ese crescendo. Pero, como ve, a veces esto tiene mucho de conjetura, porque en ningún crescendo está escrito que comience aquí con tantos decibelios y que en tres compases pase a tantos decibelios. Así que se puede tocar un crescendo de muchas formas diferentes y ser, digámoslo así, fiel a los deseos del compositor al hacer un crescendo. Pero, ¿qué es un forte y qué es un piano? Nadie puede decírtelo mediante las indicaciones de dinámica. Hay crescendi que comienzan muy lentamente y suben justo al final, mientras que otros comienzan más deprisa y se compensan más tarde. Luego están los crescendi que llegan bien al final, donde la orquesta cree que se ajusta a la fuerza que tú imprimes. Pero las orquestas de todo el mundo siempre empezarán demasiado pronto y con toda su fuerza, con lo que han llegado al clímax quizá ocho compases antes del climax de verdad. Siempre les digo que el final debe ser el punto más intenso de cualquier crescendo.
Otros lugares problemáticos son aquéllos en los que cambia el tempo. Pongamos que hay que comenzar algo lentamente y llevarlo a otro tempo. Hay piezas en las que se tarda mucho en hacerlo.
En el primer movimiento de la Quinta de Sibelius, por ejemplo, hay un lugar en el que estás casi en un Adagio y de repente llega un accelerando que va directo hasta el final del movimiento y tarda unos seis minutos. El arte del asunto reside en el hecho de que no hay ni un compás más lento, o que tenga el mismo tempo que el último. Siempre tiene que ser más rápido, pero para conseguir esto
hay que tener un enorme sentido de la economía. No es posible hacerlo bien a la primera, porque la orquesta siempre tratará de disminuir la velocidad en los pasajes más difíciles. Sólo se consigue tocando la obra muchas veces, porque no puedes decir cuándo debería ser éste u otro compás.
Otro ejemplo de ésto que digo es Bartók, que en algunas de sus obras escribió que había que tardar dieciséis segundos en llegar a la letra A a la letra B, doce segundos de B a C, y así sucesivamente, de modo que absolutamente todo pudiera medirse con un metrónomo. Pero una vez llegué a tocar una obra de Bartók para mis alumnos de cinco maneras distintas. Allí estaba yo, en cada una de las fases, pero el modo en que llegaba de A a B era diferente. Primero me entretuve más tiempo en la fase previa y aceleré más; luego comencé más rápidamente y equilibré. Y así sucesivamente. Pero (y ahí es adonde quiero llegar) no hay pruebas de que lo estés haciendo bien. Sólo una amplia experiencia con una obra determinada puede darte una idea de lo que es demasiado rápido o poco rápido.
Y esto puede llevar años. Ya ve, sigue habiendo misterios en la literatura clásica y romántica que a veces se nos revelan súbitamente, como un relámpago. Sabes de inmediato lo que está bien, y, claro, te sientes muy feliz. Pero esto sólo ocurre con obras que conoces muy, muy bien, y que has interpretado muchas, muchísimas veces.
Entoces tomas conciencia de la profundidad de estas composiciones, y de que es imposible llegar hasta el fondo de su mensaje. Esto es lo fascinante: cuanto más te adentras en ellas, más te das cuenta de lo mucho que queda por hacer.
H.M.: ¿Es ésta la razón por la que dedica tanto tiempo a estudiar y preparar las obras, mucho más de lo que soñaría la mayoría de sus colegas, incluso a las piezas más complejas? Un director me dijo que iban a estudiarse todo Die Meistersinger durante las vacaciones, ¡en un mes! Pero usted emplea dieciocho veces, y dos años en cada una de las sinfonías de Mahler....
H.v.K.: ¡ Sí, y no es que no me las supiera! En la Viena posterior a la I Guerra Mundial, en la que yo estudié, prácticamente nos alimentábamos de Mahler, que, en buena medida, formaba parte del repertorio gracias a Bruno Walter. Y todos creían que por tocar a Mahler tendrían a los críticos de su parte. Pero imagínese a esas orquestas de posguerra , que habían sufrido tantos cambios por razones políticas, jubilaciones, etc., tan nuevas que la mayoría de sus miembros jamás habían tocado Mahler. Y de repente se organizó un Festival Mahler. Todas sus sinfonías se tocaban bajo la batuta de directores diferentes que habían ensayado dos o tres veces. ¡ Qué absurdo ! ¡ Se peleaban con las notas ! Como los músicos que iban a tocar por primera vez la Novena de Beethoven en una residencia aristocrática (el Palais Lobkwitz, creo), y que se reunieron aquella misma mañana, a las diez, con el nuevo material. No me diga que esos músicos pudieron haber tocado esa obra sin fallos después de seis o siete horas de ensayo. Debió den haber cientos de errores.
Yo personalmente no me atrevería a interpretar esta sinfonía con menos de cuatro ensayos completos, ni siquiera con esta orquesta, que la ha tocado setenta veces y la ha grabado tres. De lo contrario, ni siquiera tendría la oportunidad de conseguir resultado artístico alguno. Sería imposible.
Así que cuando la gente me preguntaba una y otra vez durante tantos años que por qué no hacía Mahler, yo contestaba que haría Mahler sólo cuando me sintiera preparado para ello, y dejara pasar la fiebre de Mahler. Porque la música de Mahler está llena de peligros y trampas, y una de ellas, en la que muchos caen, es conferirle una excesiva sensualidad, hasta que acaba convirtiéndose en algo....kitsch.
H.M.: ¿ O vulgar?
H. v. K.: Sí. Y puesto que ha mencionado la palabra vulgar, debería decirle que, como parte de mi evolución, siempre traté de comprender la razón por la que determinada música a veces puede llegar a ser vulgar. Y será casi siempre por sostener la nota demasiado tiempo, o demasiado poco, o por dejarla irse a saltos. En cualquier caso, siempre tiene que ver con algo con algo que pueda cambiarse, y esto ha sido siempre una obsesión mía, que se remonta a la primera vez que escuché a Toscanini dirigir Lucia di Lammermoor, cuando vino a Viena con la Scala.
Yo era todavía estudiante, y todos sabíamos que iba a venir, así que nos preparamos para el acontecimiento y conseguimos la obra, la tocamos al piano, discutimos sobre ella y demás. Y después de todo ello, coincidimos en que no entendíamos por qué se molestaba en dirigir una obra tan superficial como aquella. Pero a los dos minutos de que Toscanini comenzara a dirigir la obertura, nos dimos cuenta de que estábamos equivocados. Se trataba sin duda de la misma obra que habíamos estudiado, pero él la tocaba con la misma devoción y meticulosidad que le habría dispensado a Parsifal. Y esto cambió por completo mi actitud: no hay música vulgar ; es la forma de tocarla la que la hace vulgar. Ocurre lo mismo con todo lo relacionado con el mundo de la estética, incluido el modo en que se viste la mujer: un poco más de la cuenta de esto o lo otro, ¡ y el efecto es terrible!
Desde entoces me propuse interpretar y grabar operetas u otras obras que, como la barcarola de Les contes d, Hoffmann ( que grabamos hace poco y que me ha satisfecho sobremanera, pero sólo ahora, después de muchos años) ha sido terriblemente maltratada. Y, sin embargo, a mi me parece uno de los momentos más trágicos de toda la ópera, porque lo que ocurre es que, una noche, un hombre abandona el mundo de los vivos, paro las aguas del canal siguen su curso como si nada hubiera ocurrido, y todo se olvida...Para conseguir este sonido le dije a la orquesta:” Éste es el acompañamiento de flauta y arpa, que marcan el tempo. Ahora, traten de ajustarse a ellos, pero al mismo tiempo traten de no hacerlo, de modo que parezcan que no van juntos”. Así que los músicos avanzaron con más lentitud y de repente todo fluía con tal naturalidad, como un tigre que avanzara por el asfalto recalentado por el sol arrastrando las patas....
Cuando más adelante yo mismo tuve que dirigir Lucia di Lammermoor, en mitad de mi carrera, me di cuenta en el primer ensayo de que la orquesta estaba impaciente y preocupada al mismo tiempo, y se preguntaba cuál sería mi reacción. Creían que no iba a molestarme gran cosa, y que les dejaría hacer a su antojo. Pero yo le había pedido prestada a un amigo la segunda partitura original para utilizarla durante los ensayos. Así que empezamos con la obertura, que comienza con los timbales acompañados de los tambores, pero yo no oía los tambores. Les pregunté por qué, y me respondieron que no había, y que, de todos modos, el maestro Toscanini jamás lo había empleado . Yo
dije: “Un momento. Tengo aquí la partitura original; compruébenlo ustedes mismos”. A partir de ese momento todo discurrió sin problemas y con las mínimas explicaciones, porque se dieron cuenta de que yo me estaba tomando esta ópera en serio. He podido conversar en numerosas ocasiones con personas que comprenden la mentalidad italiana. Una de ellas, un amigo que trabaja en el Corriere della Sera, me dijo que los italianos tienen un punto de vista diferente. “Piensa en la muerte de
Edgardo----me dijo-----. Los alemanes habríais escrito una marcha fúnebre, naturalmente. Pero Donizetti escribió simplemente: cade e muore, y en la música resuena un jubiloso re mayor con
trompetas y fanfarrias. Los italianos tenemos una ida de la muerte completamente diferente.”
Este amigo sabia de lo que hablaba, porque, entre otras cosas, dirigía el suplemento dominical de su periódico, el Domenica della Corriere, que publicaba esas fotos espantosas de hombres atropellados por trenes y otras por el estilo que encantan a los italianos. En una ocasión fui testigo de un accidente de tranvía, y días después la gente seguía acudiendo al lugar del suceso, y gesticulaba y se recreaba en todos los detalles. No sienten la tristeza en absoluto y eso se ve en su música. Pero no son superficiales, y su música tampoco lo es si se toca como se debe. Somos nosotros, los directores extranjeros, los que la transformamos en algo trivial, tal vez llevados por una cierta actitud de desprecio.
Pero, antes de nada, la formación musical de un italiano está muy influida por el sonido de la banda de música dominical, con clarinetes en vez de violines..
Ahora bien, cuando escuchas la obertura de Semiramide, que puede ser fascinante, oyes un sonido determinado que concibe un italiano cuando piensa en un movimiento rápido.
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Impromptu
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Re: Directores de Orquesta Karajan (Helena Matheopoulos)

Mensaje por Impromptu »

Os dejo este video que no se ve muy bien, pero podemos apreciar a Karajan, qué persona tan sabia, tan valiente(pues ahí esta ya mayor y con sus dolores.....) que sabiduria, que profundidad en todo lo que dice tanto de música como el lado humano, y ya no se que decir mas....estoy emocionada.
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